Generación del 30
Jorge Icaza
Huasipungo
"-Nu han de robar así nu más a taita Andrés Chiliquinga- concluyó el indio, rascándose la cabeza, lleno de un despertar de oscuras e indefinidas venganzas. Ya le era imposible dudar de la verdad del atropello que invadía el cerro. Llegaban... Llegaban más pronto de lo que él pudo imaginarse. Echarían abajo su techo, le quitarían la tierra. Sin encontrar una defensa posible, acorralado como siempre, se puso pálido, con la boca semiabierta, con los ojos fijos, con la garganta anudada. ¡No! Le parecía absurdo que a él... Tendrían que tumbarle con hacha como a un árbol viejo del monte. Tendrían que arrastrarle con yunta de bueyes para arrancarle de la choza donde se amañó, donde vio nacer al guagua y morir a su Cunshi. ¡Imposible! ¡Mentira! No obstante, a lo largo de todos los chaquiñanes del cerro la trágica noticia levantaba un revuelo como de protestas taimadas, como de odio reprimido. Bajo un cielo inclemente y un vagar sin destino, los longos despojados se arremangaban el poncho en actitud de pelea, como si estuvieran borrachos, algo les hervía en la sangre, les ardía en los ojos, se les crispaba en los dedos y les crujía en los dientes como tostado de carajos. Las indias murmuraban cosas raras, se sonaban la nariz estrepitosamente y de cuando en cuando lanzaban un alarido en recuerdo de la realidad que vivían. Los pequeños lloraban. Quizás era más angustiosa y sorda la inquietud de los que esperaban la trágica visita. Los hombres entraban y salían de la choza, buscaban algo en los chiqueros, en los gallineros, en los pequeños sembrados, olfateaban por los rincones, se golpeaban el pecho con los puños --extraña aberración masoquista--, amenazaban a la impavidez del cielo con el coraje de un gruñido inconsciente. Las mujeres, junto al padre o al marido que podía defenderlas, planeaban y exigían cosas de un heroísmo absurdo. Los muchachos se armaban de palos y piedras que al final resultaban inútiles. Y todo en la ladera, con sus locos chaquiñanes, con sus colores vivos unos y desvaídos otros, parecía jadear como una mole enferma en el medio del valle.“
Medardo Ángel Silva
El alma del huila
La bruma del ocaso moribundo resLa bruma del ocaso moribundo
resbala, taciturna, en la tierra.
Y el viento, cual acorde viejo,
las hojas de los árboles, tristemente,
agita.
La luna, entre las sombras blancas
de la noche que avanza,
huye del eterno infinito
como un pájaro blanco,
como un cisne lunado.
¡Oh, las noches infinitas, las noches mansas,
las noches sosegadas del Huila!
Yo siento que mi alma,
como un cuervo que aletea
la bóveda del cielo,
va girando en espirales concéntricas
hacia el negro abismo de lo ignoto.
Pablo Palacio
"Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo. Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.-¿Qué quiere usted, só, sucio?Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso. Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha. ¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés! Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!Así: ¡Chaj! ¡Chaj! con un gran espacio sabroso.Y después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas, agitado por el instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen sus víctimas a puñaladas! ¡Ese instinto que presiona algunos dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los amigos hasta que queden amoratados y con los ojos encendidos!¡Cómo batiría la suela del zapato de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!¡Chaj! ¡Chaj! í vertiginosamente, ¡Chaj! en tanto que mil lucesitas, como agujas, cosían las tinieblas.“
José de la Cuadra
Baudilio Miranda se mecía en su hamaca de la sala. Cerca de la lámpara, junto a la mesa, mama Jacinta cosía. La niña Pancha estaba asomada en la galería, sobre el temporal. Sus hermanitas dormían ahí atrás, en la alcoba. Nadie más había en la casa-de-tejas esa noche.
De repente, ño Baudilio se levantó de la hamaca. Había percibido un ruido de pasos en la escalera, y se dirigió a la puerta. Pensó que sería gente conocida pues los perros guardianes no ladraron. No alcanzó a pisar el umbral. Cayó de redondo, con el pecho atravesado de un balazo.
Sonó en seguida otro disparo, y ña Jacinta se abatió sobre sus trapos de costura. Todo fue cuestión de segundos.
En la sala penetraron cinco hombres armados.
Uno de ellos inquirió:
—¿Y las chicas?
—Han de estar acostadas —repuso otro.
—¿No se habrán recordao?
—No… ¡qué va! El sueño del muchacho es como el sueño del chancho.
—Ahá… Oye… ¿y la Pancha? ¡Buen cuerazo! ¡No hay que olvidarse!
Joaquín Gallegos Lara
Era una especie de hombre. Huraño, solo: con una escopeta de cargar por laboca un guaraguao.
Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.
Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir el enjambre.
Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de te escopeta de nuestra especie de hombre.
Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde media poza las traía en las garras como un gerifalte.
Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos. Y a vender las plumas conseguidas. Allá le decían «Chancho-rengo».
-Ej er diablo er muy pícaro pero siace er Chancho-rengo…
Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los chinos dueños de pulperías.
Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.
Chancho-rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no necesitaba mucho para su vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte.
Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco.
Suponíase que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el guaraguao decía:
-Lo recogí de puro fregao… Luei criao donde chiquito, er nombre ej Arfonso.
-¿Por qué Arfonso?
-Porque así me nació ponesle.
Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los chinos le dieron cincuenta sucres.
Enrique Gil Gilbert
Junto al barranco se reclina la balsa acariciada por el chischás del agua. El barranco es negro, manchado a partes de café, que asemeja, por lo claro, el óxido de hierro. Cae de arriba abajo, adelántandose en picos, ahuecándose en guaridas para cangrejos. Sobre esa pared húmeda, viven cantidades innumerables de alimañas, salen bruscamente raíces de . árboles, deshilachadas, siempre henchidas de agua. Se siente caminar alimañas incesantemente. Mientras el sol se hunde tras las cabezas batientes de los mangles, hay un rumor levísimo que resalta en el silencio del campo. Se dijera un aserradero oído a la distancia. El viento pasa roncando igual que perro bravo. Huele la noche a yerba mojada. Susurran los amancayes de la orilla, se mecen restregándose entre ellos, cabeceando, destellando sus flores blancas; Las aguas son densas, espesas, oscuras.
La literatura ecuatoriana se ha caracterizado por la formación de grupos de escritores que se pronuncian ante los acontecimientos sociopolíticos de su época. Esta característica grupal se llama generación.
Comentarios
Publicar un comentario